LA HISTORIA NO ES EL PASADO, PORQUE TRANSCURRE HOY .
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viernes, 12 de diciembre de 2008

EL LENGUAJE DE LOS LADRILLOS

A fines del silgo XIX, la fábrica comienza a ser parte importante del pasaje urbano rosarino.
La usina, la fábrica de ladrillos, la forja, la metalúrgica, ya son edificios importantes, contundentes. Basta con mirar la vieja Refinería de Azúcar para darse cuenta de su tamaño, gigantesco entre las construcciones bajas de la época, a inicios del siglo XX.
Este edificio, como tantos otros de su tipo, presentaban una forma particular, funcional, pero también una característica común: tenían los ladrillos a la vista, crudamente expuestos.
En su fachada se evidencia aún hoy la enormidad que significaba la fábrica de azúcar, en ese momento el emprendimiento fabril más grande de Argentina.
Hacia 1890, esa estructura era mínima, reducida a algunos galpones. Más adelante, se construyeron otros, agregándolos sin otro orden que su utilidad y desde el río, todavía hoy pueden verse esas construcciones, apiñadas e interpenetradas unas a otras.
El edificio definitivo, sobre calle Iriondo, es de principios de siglo XX, hacia 1905 o 1909: ventanas pequeñas, sin decoraciones, las chimeneas altas y desgarbadas, escasos detalles decorativos que ocultaban a duras penas las vigas, las columnas.
El hierro negro de las máquinas contrasta con el rojo opaco de la mampostería. Toda la fábrica habla de sí misma, como centro de producción.
En esa época, este “lenguaje”, o sea la forma de presentar un edificio, contrastaba con otras, mas decoradas, “a la francesa” “a la italiana” o “académicas”. Estas otras maneras de presentar los frentes, revocados y con molduras, flores y apliques, significaban otra cosa.

Es que la fábrica era “otro mundo”.
Un mundo sucio, agitado, poco amable. Un mundo de sudor y de crudeza. Ese mundo se desarrollaba en esos edificios de ladrillo.
Por eso es que fábrica y vivienda en Rosario (y también en el Barrio de la Refinería) se oponen arquitectónicamente, en sus “lenguajes”.
Uno de los lenguajes es brutal, simple, fabril: el de los barrios obreros, de los talleres, el de las usinas y las factorías. Lenguaje anglosajón, porque para la arquitectura inglesa y alemana, el ladrillo es la belleza de la estructura y de la fuerza, cruda, sin medias tintas, y debe mostrar que es un mundo diferente al de las clases altas y al de la edificación que se imita de Francia. Allí viven los obreros, allí se vende al patrón, por monedas, la fuerza del trabajo muscular como una mercancía más.
El otro lenguaje es francés, amable, distinguido, el de las casas y las mansiones, de los patrones, con ventanas a la calle, revocadas y decoradas, aireadas hasta donde era posible.
Muchas veces este lenguaje se imitaba cuando el obrero compraba la casa, o la reformaba. Esas casas evitan, cuando pueden, el lenguaje fabril.
Usan otro modo de verse, de presentarse: el lenguaje “del buen gusto”.
Cuando no tenía dinero, el nuevo dueño dejaba el humilde ladrillo sin revocar. Muchas casas aún hoy están así, como “sin terminar”. Muchas otras casas nacieron, como hijas necesarias de la mole fabril, para dar vivienda a los obreros, un poco más digna que la estructura monumental que les dio origen.
Había nacido, en torno a la Refinería Argentina de Azúcar, el Barrio de la Refinería. Allí se tejerían vidas, religiones, idiomas y nacionalidades, en las piezas revocadas y húmedas de los conventillos.
Pero en la fábrica no importaba todo eso. Importaba producir, y no beneficiar al obrero.
En la fábrica, como resultado de un capitalismo de creciente poder y codicia, cada ladrillo era una parte pequeña pero fundamental del proceso, así como el obrero lo era también. Cada ladrillo, cada obrero, era una pieza de la gran máquina de fabricar azúcar. Setenta años más tarde, un conjunto británico evocaría certeramente, en un disco que se llamaría “La Pared”, ese lenguaje global de la explotación y el egoísmo.

Podemos sospechar que el sistema, en el fondo, no ha cambiado tanto.

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