En los últimos treinta años, han proliferado los supermercados y shoppings.
En estos establecimientos, la mercadería simplemente se toma con la mano, y luego se pasa por un lugar donde se paga. Así de simple.
Las cosas que uno compra viene pulcramente envasadas, en atractivos paquetes, alineados en estantes largos y compactos.
Hace, digamos, cuarenta años la realidad era bastante distinta.
No existía la “granjita” como ahora, o el minibar, o el supermercado chino, sino que había almacenes.
En estos establecimientos, la mercadería simplemente se toma con la mano, y luego se pasa por un lugar donde se paga. Así de simple.
Las cosas que uno compra viene pulcramente envasadas, en atractivos paquetes, alineados en estantes largos y compactos.
Hace, digamos, cuarenta años la realidad era bastante distinta.
No existía la “granjita” como ahora, o el minibar, o el supermercado chino, sino que había almacenes.
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- Nene, andá al almacén y traeme un kilo de azúcar...
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Y el nene iba, a regañadientes, arrastrando el bolso de red...
El almacén es, tradicionalmente, un lugar donde ir a comprar víveres, y es el último eslabón de una cadena que une a la pulpería, el almacén de ramos generales, el almacén propiamente dicho, la granjita, el mercadito, el mercado y el supermercado.
La pulpería es un abasto que pocas trazas dejó en Rosario, y suponemos que en el barrio no hubo. El almacén de ramos generales era un establecimiento donde la gente se surtía de todo lo posible: alimentos, jabón, aperos, tela, aparatos, herramientas, velas, anzuelos. Su lugar es el pueblo, alejado de la ciudad donde se fabrican estas cosas o se las importa.
Ya en la ciudad, el almacén reinó por más de un siglo.
El barrio tuvo muchos almacenes, el más viejo y recordado es el de Rosental, en Gorriti e Iriondo, que en 1905 abría sus puertas que mantuvo abiertas - si bien en otro lugar- hasta el día de hoy. La calle Iriondo era una calle de almacenes, y pudimos detectar para 1911, unos cinco establecimientos en esa cuadra, todos juntos. Algunos expendían bebidas, transformados en un bar; otros solamente vendían vituallas.
El aspecto externo es siempre igual en almacenes, bares y panaderías.
Una puerta central, dos ventanas con persianas de metal corrugado que se levantan a cadena. La puerta central posee postigos, que protegen de intrusos y se abulonan a la purta: deben sacarse las mariposas de bronce para dejar entrar la luz. Los postigos se apoyan a cada lado de la puerta, en a vereda.
Adentro del almacén, un mostrador. Detrás, un gran aparador de cajones con ventanitas, para dejar ver los fideos o las lentejas. Abajo del aparador, unos cajones de tapa abombada donde se guarda la yerba, el azúcar, la harina y los garbanzos, artículos siempre de gran venta. De un clavo penden dos o tres bacalaos secos para el guiso español. Detrás y a un costado, una gran estantería con los vinos y licores a la vista pero lejos del alcance del merchante, (el cliente). Allí están el Fernet Branca, el Chinato Garda, la Hesperidina, el Apertal, el Amargo Obrero, la Ginebra Bols, la Caña Legui, la Ferroquina Bisleri, el Campari...
El almacenero escucha el pedido, el kilo de azúcar que fue a comprar el nene.
La pulpería es un abasto que pocas trazas dejó en Rosario, y suponemos que en el barrio no hubo. El almacén de ramos generales era un establecimiento donde la gente se surtía de todo lo posible: alimentos, jabón, aperos, tela, aparatos, herramientas, velas, anzuelos. Su lugar es el pueblo, alejado de la ciudad donde se fabrican estas cosas o se las importa.
Ya en la ciudad, el almacén reinó por más de un siglo.
El barrio tuvo muchos almacenes, el más viejo y recordado es el de Rosental, en Gorriti e Iriondo, que en 1905 abría sus puertas que mantuvo abiertas - si bien en otro lugar- hasta el día de hoy. La calle Iriondo era una calle de almacenes, y pudimos detectar para 1911, unos cinco establecimientos en esa cuadra, todos juntos. Algunos expendían bebidas, transformados en un bar; otros solamente vendían vituallas.
El aspecto externo es siempre igual en almacenes, bares y panaderías.
Una puerta central, dos ventanas con persianas de metal corrugado que se levantan a cadena. La puerta central posee postigos, que protegen de intrusos y se abulonan a la purta: deben sacarse las mariposas de bronce para dejar entrar la luz. Los postigos se apoyan a cada lado de la puerta, en a vereda.
Adentro del almacén, un mostrador. Detrás, un gran aparador de cajones con ventanitas, para dejar ver los fideos o las lentejas. Abajo del aparador, unos cajones de tapa abombada donde se guarda la yerba, el azúcar, la harina y los garbanzos, artículos siempre de gran venta. De un clavo penden dos o tres bacalaos secos para el guiso español. Detrás y a un costado, una gran estantería con los vinos y licores a la vista pero lejos del alcance del merchante, (el cliente). Allí están el Fernet Branca, el Chinato Garda, la Hesperidina, el Apertal, el Amargo Obrero, la Ginebra Bols, la Caña Legui, la Ferroquina Bisleri, el Campari...
El almacenero escucha el pedido, el kilo de azúcar que fue a comprar el nene.
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- ¿Molida o refinada, pibe?
- Refinada, don Antonio.
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Es el azúcar más fina, apta para repostería. La otra es para consumo normal. La impalpable es para las cremas.
Entonces el almacenero abre uno de los cajones, cuya tapa abombada “gira” hacia atrás. Mete una pala de chapa galvanizada y saca dos paladas. Las vuelca en un papel gris que dispuso en el mostrador, y luego levanta el papel por las cuatro puntas, doblando papel y azúcar en dos, luego enrosca los lados haciendo una especie de empanada de doble repulgue. Como arriba sigue abierto el “paquete”, toma las esquinas abiertas y haciendo girar todo el paquete, hace de cada esquina un moñito o torniquete: el paquete está cerrado. Este oscuro arte ya se ha perdido, pero se recuerda como habitual de estos establecimientos barriales.
Lo mismo se hacía con la yerba, los garbanzos y la harina, que en general ya venía en paquetes. Se vendía suelto, o sea sin envase, el vino, el aceite, el kerosene, las legumbres, el azúcar, a veces en botellas e incluso tarros que el mismo marchante traía. La gente siempre llevaba un bolso de tela, generalmente “fatto in casa”, de tela del tipo loneta, o lo que tuviera a mano. Las amas de casa a veces lo adornaban con bordados, y dos manijas de madera eran los lujos del adminículo. A fines de los años 60, el changuito compitió con la bolsa de los mandados.
- ¿Molida o refinada, pibe?
- Refinada, don Antonio.
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Es el azúcar más fina, apta para repostería. La otra es para consumo normal. La impalpable es para las cremas.
Entonces el almacenero abre uno de los cajones, cuya tapa abombada “gira” hacia atrás. Mete una pala de chapa galvanizada y saca dos paladas. Las vuelca en un papel gris que dispuso en el mostrador, y luego levanta el papel por las cuatro puntas, doblando papel y azúcar en dos, luego enrosca los lados haciendo una especie de empanada de doble repulgue. Como arriba sigue abierto el “paquete”, toma las esquinas abiertas y haciendo girar todo el paquete, hace de cada esquina un moñito o torniquete: el paquete está cerrado. Este oscuro arte ya se ha perdido, pero se recuerda como habitual de estos establecimientos barriales.
Lo mismo se hacía con la yerba, los garbanzos y la harina, que en general ya venía en paquetes. Se vendía suelto, o sea sin envase, el vino, el aceite, el kerosene, las legumbres, el azúcar, a veces en botellas e incluso tarros que el mismo marchante traía. La gente siempre llevaba un bolso de tela, generalmente “fatto in casa”, de tela del tipo loneta, o lo que tuviera a mano. Las amas de casa a veces lo adornaban con bordados, y dos manijas de madera eran los lujos del adminículo. A fines de los años 60, el changuito compitió con la bolsa de los mandados.
Al almacén para pagar hay que ir o con plata, o con la libreta.
No existía la tarjeta de crédito para los humildes y trabajadores vecinos. Existía la libreta de almacén, de tapas negras. En la libreta se anota lo que uno va llevando, consumiendo y, a fin de mes, "se liquida la cuenta", o sea, se paga cuando se cobra el sueldo o la jubilación, y la libreta se sella el agradable rótulo de pagado cada fin de mes.
Era la compra al fiado.
Dadas las frecuentes deudas impagas, un cartelito ya famoso rezaba: hoy no se fia, mañana sí.
Sin embargo a, los vecinos más conspicuos y fieles, el alamacenero los "aguantaba", porque sabía de su fidelidad para el compromiso de pago.
Sin embargo a, los vecinos más conspicuos y fieles, el alamacenero los "aguantaba", porque sabía de su fidelidad para el compromiso de pago.
Ya en el almacén, las mujeres aprovechaban para intercambiar información, o sea chismes, y los hombres... hacían lo mismo, para qué ocultarlo.
La recordada yapa era otra costumbre, muy recordada. Se supone un regalo del almacenero: un poco más de mercadería para la patrona, o un caramelo para el pibe.
Pero pocos saben que, dada la alta competencia en un ámbito cerrado como es un barrio, la yapa significa un pequeño gasto, que se recupera con un rápido manejo de la balanza... la yapa es un simbel, un burdo sistema de conseguir clientes fieles. Ni más ni menos.
Hoy, los shoppings no dan yapa, ni sellan libretas, ni venden azúcar suelto.
¿Porqué los almacenes han cambiado tanto, o han desaparecido? Si bien existen granjitas y mercaditos, la bromatología (como control sanitario de los alimentos) impide este tipo de comercio contaminable. Por lo tanto, aparecieron paquetes que forman la industria del packaging, que es contenedor y a la vez, publicidad. Esto encarece el producto, porque “a granel” o sea, suelto, el azúcar cuesta menos.
Además, las clases medias admiran la prolijidad de los envoltorios, las series largúisimas de productos todos iguales, y los fabricantes prefieren vender una marca, a veces sin importar la calidad. Ya no se pude echar la culpa del azúcar aterronada a la humedad. Ahora viene en bolsas selladas.
Los tiempos cambian. Y las instituciones también.
Es curioso comprobar que en todas las ciudades se verificaron estos cambios, indicios de una transformación nacional: se produjo por la incorporación de valores agregados a los productos, a fin de aumentar los beneficios del industrial: en cada valor agregado, por ejemplo, con la tapa a rosca del vino o la botella de plástico, el fabricante obtiene una ganancia adicional sobre el gasto efectuado. cada añadido sube el porcentaje de ganacia ya que compro la etiqueta, la botella, la tapa, y a cada rubro le añado una ganacia, y al final, los productos se encarecen, pero son "mejores".
Cosas de la economía, que finalmente transformaron el barrio. Muchos de eso almacenes ya no están: no eran rentables frente al supermercado.
Pero las cosas no son eternas: otros almacenes abrirán sus puertas: simplemente son necesarios.
Además, las clases medias admiran la prolijidad de los envoltorios, las series largúisimas de productos todos iguales, y los fabricantes prefieren vender una marca, a veces sin importar la calidad. Ya no se pude echar la culpa del azúcar aterronada a la humedad. Ahora viene en bolsas selladas.
Los tiempos cambian. Y las instituciones también.
Es curioso comprobar que en todas las ciudades se verificaron estos cambios, indicios de una transformación nacional: se produjo por la incorporación de valores agregados a los productos, a fin de aumentar los beneficios del industrial: en cada valor agregado, por ejemplo, con la tapa a rosca del vino o la botella de plástico, el fabricante obtiene una ganancia adicional sobre el gasto efectuado. cada añadido sube el porcentaje de ganacia ya que compro la etiqueta, la botella, la tapa, y a cada rubro le añado una ganacia, y al final, los productos se encarecen, pero son "mejores".
Cosas de la economía, que finalmente transformaron el barrio. Muchos de eso almacenes ya no están: no eran rentables frente al supermercado.
Pero las cosas no son eternas: otros almacenes abrirán sus puertas: simplemente son necesarios.
Porque antes que dispositivos para la nostalgia, eran negocios.
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Agradecemos a la profesora Sandra Guerrero por su valioso aporte en esta reconstrucción.
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