LA HISTORIA NO ES EL PASADO, PORQUE TRANSCURRE HOY .
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lunes, 18 de mayo de 2009

LA VIDA COTIDIANA

Saber acerca de un barrio significa, de alguna manera, saber no sólo de su arquitectura, los nombres de las calles, o los hitos históricos. Significa comprender los modos de vida habituales, las costumbres, la mores, como decían los romanos.
Esta “vida cotidiana” (la vida siempre lo es) en el Barrio de la Refinería no es diferente, hoy día, de los muchos barrios de la ciudad y el país, con gente de clase media y humilde, y como suele decirse, “trabajadora”.
Los orígenes del barrio fueron otros.
Orígenes de clase inmigrante, trabajadora también, pero explotada.
La vida se desarrollaba en los inquilinatos o conventillos, allí la familia ocupaba un cuarto siempre escaso para los hijos, para “la cría”. O bien el estibador soltero, recién llegado de Europa, italiano, eslavo, griego, español, conseguía un lugar en el galpón, en la cuadra, en un altillo, o una pieza, si le daba el magro sueldo.
Los trabajos eran varios, y marcaba al barrio como un barrio de trabajo. Si bien las revistas de la época lo consideran así, era también un barrio de marginación y pobreza. Entre el barrio y al ciudad estaban los Talleres, el barrio inglés, pero también Las Latas, villa miseria fabricada con chapas oxidadas y vagones de tren abandonados. Eran en realidad varias, como hoy hay varias villas miseria; una estaba en Pueyrredón y Salta, donde finalizaba el zanjón, luego paralela a Francia, antes Bulevar Timbúes. Una franja de latas se disponía cerca del cruce Alberdi, cerca de la llamada Laguna del Diablo, una más estaba inmediata a la Refinería.

.....................................................Calle Vélez Sársfield e Iriondo---------------------------------------------

La vida del trabajador consistía en doce o más horas de labor. Muchas veces el trabajo era a destajo (a más producción más paga) lo que convertía al pobre obrero en una máquina de producir. La mujer debía encargarse de la prole, coser o lavar “para afuera”; cocinar, limpiar la casa. Varias cumplían, con menor paga, las labores fabriles destinadas a los hombres, aunque la separación en la fábrica era rigurosa. Varias mujeres se rebelaron, denunciando la explotación de patrones y… maridos.
Los niños también trabajaban cuando alcanzaban una edad considerada productiva, a los diez años. Su paga era menor aún que la de las mujeres.
En la casa, sea soltero o casado, el hombre al llegar por la noche encontraba poco mobiliario. Una mesa, con un mantel a cuadros, dos platos de lata, dos o tres vasos de vidrio. En un estante, la infaltable ginebra. Si era ya residente largo, el mate y la yerbera de madera, con tapas que se abrían hacia arriba, como una revista...
No hay que pensar que las costumbres dejaban de lado la educación. Muchos españoles estaban suscriptos a diarios y publicaciones coleccionables, como La Ilustración o La Esfera, donde leían el folletín mes a mes, cuando llegaba (ignoramos cómo). Los más politizados recibían periódicos anarquistas, comunistas o sindicales.
Para llevar esta vida, los enseres que se habían traído de Europa eran valiosos y estimados, algunos perduran hasta hoy. Una lámpara frágil, un sombrero caro, algunas alhajas para pasear, un Quijote, una biblia o un Cuore de D`Amicis tal vez.
Las postales y cartas de la época denotan la nostalgia y el cariño por la patria, la añoranza de los parientes que ya no vendrán, y la tristeza de los que ya no regresarán porque ya han formado su familia. De vez en cuando, una mala noticia sacude la familia, tarde y mal: “ha morto zio Errico…”. Otras veces –hay que decirlo- algún hombre se “olvidaba” que allá en Europa tenía mujer e hijos, y acá se formaba una nueva familia, dejando del otro lado un hogar abandonado: muchas mujeres se fueron tras “su hombre” sin hallarlo jamás.
La calle es el lugar del encuentro, donde está el bar, la fonda, la farmacia, el carro, el vendedor y la policía. Lugar del grito, de la mercadería vendida a alaridos en imitaciones dificultosas del castellano. Allí la gente se saluda, o no, se ama y se pelea. La barranca es testigo de hechos de sangre, el río recibe una nueva víctima que lleva aguas abajo. En ese río se carga y descarga, se llenan de azùcar las panzas de los barcos, se estiba la madera, se reciben las máquinas; ese río es la vida y la muerte del barrio.
Los remedios para la enfermedad son simples, como para ir tirando: purgantes, pastillas para la tos, agua mineral, permanganato, y las recetas magistrales hechas en la farmacia misma. Los grandes temores son la tuberculosis, la sífilis, el cólera y la locura, que se ven y no se entienden. Las pestes las causan las ratas, los piojos, la avitaminosis o el hacinamiento. Pero ¿hay opciòn?
Algunas veces, las manifestaciones y huelgas empezaban en las calles del barrio, donde bullía el descontento de ser explotado, y la conciencia de ser masa obrera. Allí estaban todos, y también la policía, disparando hacia los más necesitados a favor de los poderosos. Muy poco ha cambiado desde entonces, y este poder brutal aumentaría aún más.
Los patrones, beneficiarios de tanta labor (y represión), son inaccesibles en ese barrio de producción y son de solidaridad desconocida. El obrero es, para ellos, para los poderosos, un holgazán rentado; el patrón no hace beneficencia, sino que el obrero es parte de una maquina que produce azúcar, y cuanto menos se le pague, más es la ganancia neta.
Los patrones (hoy llamados accionistas y Ernesto Tornquist es el mayor de ellos) son los grandes ausentes y los grandes omnipresentes, aumentan o rebajan los sueldos desde Buenos Aires. Sus representantes – los directores y gerentes - figuran habitando en una casa, decorada sobriamente con rejas de firuletes. Viven en sus sólidas viviendas de ladrillo y pisos de colores, compradas por la fábrica de azúcar y han formado en esas casas su familia y su círculo, que contrasta con el brutal lenguaje de las chapas frías en el invierno y candentes en verano. Los administrativos, gerentes, amanuenses, directores, de la fábrica o el ferrocarril son gente superior en casas superiores, son el mando político de la fábrica y a la vez los que rinden sus informes a Buenos Aires sobre la marcha de la fábrica en papeles membretados, donde figura la producción, pero también el legajo de cada trabajador, cuánto gana y cuánto rinde. Los administradores deciden quién trabaja (y tiene hambre), paga a la policía las balas, y a veces contrata a los carneros que romperán la huelga. Un ingeniero gana diez, veinte veces lo que un obrero.
De vez en cuando los vecinos –que ya lo son- pueden juntar, individualmente, algo de dinero producto del planchado o de la venta de alguna cosa. Los terrenos son aùn baratos, porque le barrio tiene mala fama. Entonces se animan y compran el terrenito, o abandonan el ranchito que la municipalidad quemó por miedo a la peste; se van a otro barrio, o bien se alejan del “centro” barrial cercano a la fábrica, hacia El Arroyito, hacia la Nueva Abisinia, o a Talleres. Los modos de vida van cambiando: de recién llegados, de turcos, rusos o tanos, a argentinos, a vecinos. Alguno se afinca, ligado ya al trabajo en el ferrocarril.
Los chicos en seis o siete años van a la escuela, donde les hablan en castellano, en español formal y normalizado, festejan el 25 de mayo, y no el XX de Settembre.
Allí aprenden el orgullo de su nueva nación, pero también un poco la vergüenza de ser hijos de extranjero. Sus padres son generalmente de dos diferentes orígenes, italianos, y españoles, o bien extranjero con criollo.
Las burlas de los nacionales, el aprendizaje de los símbolos argentinos en la escuela, el lenguaje ridiculizado, la estampa estereotipada por el periodismo, hacen que el “gringo”, el “ruso” o el “gallego” traten lentamente de asimilarse: el famoso crisol de razas es unión en lo general, pero también disolución de lo particular.
La iglesia, alarmada por el avance del anglicanismo y el protestantismo, poco pudo hacer en un comienzo para establecer una capilla en la zona. Los ingleses ya tienen su templo al lado del barrio Inglés, en la actual Avenida Alberdi, que a inicios del siglo XX se llamaba Camino a San Lorenzo. Pero con el tiempo, y en base a un esfuerzo constante, edificarà sus iglesias.
De toda esa acción social que se desarrolla entre 1880 y 1920, queda algo más que recuerdo. Queda una forma de argentinidad, una nueva mores, con rasgos de la antigua costumbre. Nuevos comportamientos sociales de clase media, basados en viejas vivencias, orgullos y vergüenzas, en desprecios ajenos y propios, en un ansia por la casa propia, por lo material y el dinero que “nos salva”, pero también un aprecio por el cariño filial, la amistad o el trabajo como valores supremos.
Hoy, no hay mayor escarnio en el barrio que llamar “vago” a alguien.
Son años.

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